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Albert Camus El mito de Sísifo

Antes de encontrar lo absurdo, el hombre cotidiano vive con finalidades, con un afán de porvenir o de justificación (no se trata de con respecto a quién o qué). Valoriza sus probabilidades, cuenta con el más tarde, con el retiro o el trabajo de sus hijos. Cree todavía que se puede dirigir algo que hay en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir su libertad. Pero después de lo absurdo todo se desquicia. La idea de que "existo", mi manera de obrar como si todo tuviera un sentido (hasta si, llegado el caso, dijese que nada lo tiene), todo esto se halla desmentido de una manera vertiginosa por la absurdidad de una muerte posible. Pensar en el mañana, fijarse una finalidad, tener preferencias, todo ello supone la creencia en la libertad, aunque a veces se asegure que no se la siente. Pero en ese momento sé muy bien que no existe esa libertad superior, esa libertad de ser que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte aparece como la única realidad. Después de ella ya no hay nada que hacer. Ya no tengo la libertad de perpetuarme, sino que soy esclavo, y sobre todo, esclavo sin esperanza de revolución eterna, sin que pueda recurrir al desprecio. ¿Y quién puede seguir siendo esclavo sin revolución y sin desprecio? ¿Qué libertad en su pleno sentido puede existir sin seguridad de eternidad.

Pero al mismo tiempo el hombre absurdo comprende que hasta entonces estaba ligado a ese postulado de libertad, con cuya ilusión vivía. En cierto sentido, eso lo trababa. En la medida en que imaginaba una finalidad en su vida, se conformaba con las exigencias de un propósito que había que alcanzar y se convertía en esclavo de su libertad. Así, ya no podré obrar sino como el padre de familia (o el ingeniero, o el conductor de pueblos, o el supernumerario de correos) que me preparo para ser. Creo que puedo elegir ser esto en vez de otra cosa. Lo creo inconscientemente, es cierto. Pero sostengo al mismo tiempo que mi postulado las creencias de quienes me rodean, los prejuicios de mi medio humano. (¡los otros están tan seguros de ser libres y este buen humor es tan contagioso!). Por muy apartado que uno se pueda mantener de todo prejuicio, moral o social, se los sufre en parte y hasta uno ajusta su vida a los mejores de ellos (pues hay prejuicios buenos y malos). Para hablar claramente, en la medida en que espero o me preocupa una verdad que me sea propia, una manera de ser o de crear, en la medida, en fin, en que ordeno mi vida y pruebo con ello que admito que tiene un sentido, me creo unas barreras entre las que encierro mi vida. Hago como tantos funcionarios del espíritu y del corazón que no me inspiran sino aversión y que no hacen otra cosa, lo veo bien ahora, que tomar en serio la libertad del hombre.

Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Ésta es en adelante la razón de mi libertad profunda. Haré a este respecto dos comparaciones. Ante todo están los místicos, quienes encuentran una libertad que darse. Al abismarse en su dios, al aceptar sus reglas se hacen secretamente libres a su vez. En la esclavitud espontáneamente consentida vuelven a encontrar una independecia profunda. ¿Pero qué significa esa libertad? Puede decirse, sobre todo, que se sienten libres frente a sí mismos y menos libres que liberados. Del mismo modo, completamente vuelto hacia la muerte (tomada aquí como la absurdidad más evidente), el hombre absurdo se siente desligado de todo lo que no es esa mención apasionada que cristaliza en él. Disfruta de una libertad con respecto a las reglas comunes. Se ve en esto que los temas de partida de la filosofía existencialista conservan todo su valor. La vuelta a la conciencia, la evasión del sueño cotidiano son los primeros pasos de la libertad absurda. Pero a lo que se tiende es a la predicación existencial y con ella a ese salto espiritual que en el fondo escapa a la conciencia. De la misma manera (ésta es mi segunda comparación) los esclavos de la antigüedad no se pertenecían. Pero conocían esa libertad que cosiste en no sentirse responsable. También la muerte tiene manos patricias que aplastan pero liberan.

Abismarse en esta certidumbre sin fondo, sentirse en adelante lo bastante extraño a la propia vida para aumentarla y recorrerla sin la miopía del amante es el principio de una liberación. Esta independencia nueva tiene un plazo, como toda libertad de acción. No extiende un cheque sobre la eternidad. Pero reemplaza a las ilusiones de la libertad, todas las cuales terminaban con la muerte. La divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada, ese increíble desinterés por todo, salvo por la llama pura de la vida, ponen de manifiesto que la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un corazón puede sentir y vivir. Ésta es una segunda consecuencia. El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual sólo están el hundimiento y la nada. Entonces puede decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas , su negación a esperar y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo.

¿Pero qué significa la vida en semejante universe? Por el momento nada más que la indiferencia por el porvenir y el ansia de agotar todo lo dado. La creencia en el sentido de la vida supone siempre una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en lo absurdo, según nuestras definiciones, enseña lo contrario. Pero merece la pena que nos detengamos en esto. Saber si se puede vivir sin apelación es todo lo que me interesa. No quiero salir de este terreno. Se me ha dado este rostro de la vida; ¿puedo acomodarme a él? Ahora bien, frente a esta preocupación particular, la creencia en lo absurdo equivale a reemplazar la calidad de las experiencias por la cantidad. Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio se debe a la perpetua opisición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que forcejeo, si admito que mi libertad no tiene sentido sino con relación a su destino limitado, entonces debo decir que lo que cuenta no es vivir lo mejor posible, sino vivir lo más posible. No tengo por qué preguntarme si esto es vulgar o repugnante, elegante o lamentable. De una vez por todas, los juicios de valor quedan descartados aquí en beneficio de los juicios de hecho. Sólo tengo que sacar las conclusiones de lo que puedo ver y no aventurar nada que sea una hipótesis. Si supusiera que vivir así no sería honesto, la verdadera honestidad me ordenaría que fuese dehonesto (Albert CAMUS El mito de Sísifo, p. 51-53).

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